Dos historias comunes

La primera la escuché estos días preparando un reportaje. Dos chicas acaban de llegar de Walmara, una aldea a 30 kilómetros de Addis. Cuando pararon en la capital se encontraron con Kebede, un niño en rehabilitación que protege la asociación española Abay. Un día el padre de Kebede entendió que el crío había cuidado mal de las gallinas; lo castigó arrojándolo a una hoguera y luego lo encerró dos años en casa. Hoy Kebede, que aún no ha cumplido los diez, trata de recuperarse gracias al doctor Einar Erickson; todavía tiene los dedos pegados. Erickson es uno de esos médicos que viaja a Etiopía y resuelve volver a Noruega para coger a su familia e instalarse en Addis toda la vida. Es probable que la rehabilitación de Kebede no se acabe nunca. Al mezclarse con los otros niños, suele pegarles.

Hace dos meses entrevisté a una mujer maltratada que me hizo depositaria de su declaración: un matrimonio tortuoso basado en la anulación total de su persona. No hizo falta que él le levantase la mano una sola vez, aunque al final, cuanto más abría ella los ojos, más violencia estallaba. Un día el hombre la encontró hablando por teléfono con una amiga y decidió apuntarla a la cabeza con su escopeta. Le pregunté qué pensó en ese instante. Me dijo: «Sé que me va a matar, ¿pero cómo he llegado hasta aquí?». Se divorció y se quedó sola con su hijo, el testigo infantil de su calvario. Me dijo que cuando el niño entró en la adolescencia hablaron del asunto. Trataron de explicarse el uno al otro. Parecía por fin una mujer feliz con una orden de alejamiento a modo de cortafuegos y una vida que trataba de restañar a duras penas. «Quiero que las mujeres que estén en mi situación lean esta entrevista, por eso hablo». La semana pasada me encontré a su abogado. Me dijo que su hijo la había apuntado a la cabeza con una pistola.